lunes, 11 de enero de 2010

¡Cuidado! No te quemes con El Fuego


¡Bah! Es que no voy ni a esperar a terminarlo para hacer la crítica. ¡Infumable! Llevo dos meses intentando leer este tocho indecente y cada vez que leo una página, me aburro y vuelvo a dejarlo en la mesilla. Se me cierran los ojos de lo complicado, lento y tedioso que se me está haciendo...

Soy fiel defensora de El Ocho, no sé si por cariño o porque fue el primer libro “de mayores” que me leí. Pero la verdad es que el recuerdo que me queda de esa novela es que me lo pasé muy bien, y que para ser una jovencita de 12 años, me tuvo en vilo de principio a fin.

¿A quién se le ocurre entusiasmarse con una secuela? Quizás mis expectativas eran muy elevadas, quizás tengo un recuerdo difuso de la primera parte y me confié, o quizás es que simplemente es una novela mala. Empecé a leer El Fuego con avidez, con ganas de revivir la emoción de El Ocho, pero las ganas se iban esfumando página tras página. ¡Qué decepción! ¡Menudo chasco! ¡Y ni siquiera me apetece seguir leyendo! Cada vez me aburre más: entre la mezcla de periodos históricos con personajes reales que están metidos con calzador (o que incluso despistan más que aportan) y los personajes de ficción que son esperpentos que conspiran por doquier, es una novela decepcionante, insípida, confusa y que creo que no se merece ni mi tiempo ni mi esfuerzo por acabármela.

Ahí queda eso.

Si aún así, alguien siente unas terribles ganas de leérselo (el adjetivo “terrible” no ha sido escogido al azar…), he aquí el primer párrafo de tan desilusionante novela:

En el año 782 de Nuestro Señor, el emperador Carlomagno recibió un fabuloso presente de Ibn al-Arabi, gobernador musulmán de Barcelona: un juego de ajedrez de oro y plata, engastado en joyas, que hoy conocemos como el ajedrez de Montglane. Se decía que el juego escondía misteriosas y oscuras propiedades secretas, por lo que todos aquellos obsesionados con el poder deseaban hacerse con las piezas. Para impedirlo, el ajedrez de Montglane permaneció enterrado cerca de mil años. En 1790, en los albores de la Revolución francesa, el juego fue exhumado de su escondite, la abadía de Montglane, en el Bearne (Pirineos vascofranceses), y las piezas se repartieron por todo el mundo. Este movimiento inició una nueva partida de un juego mortal, un juego que amenaza, incluso hoy, con prender el fósforo que hará arder el mundo…